CAPÍTULO 2: TORMENTA SOBRE PIECABALLO
La mañana siguiente amaneció gris y opaca, como si el sol hubiera decidido no despertar ese día. Érika Montenegro se encontraba en su oficina, rodeada de papeles desordenados, mientras su mente aún daba vueltas a lo que había pasado la madrugada anterior. El mensaje de que Genaro Castañeda Martínez estaba muerto seguía pesando sobre ella.
El teléfono sonó, interrumpiendo sus pensamientos. Era Ramón Arenas, un colega periodista con el que había trabajado en el pasado, conocido por su habilidad para obtener información confidencial. Su tono de voz, que usualmente era grave y controlado, ahora sonaba cargado de urgencia.
—Érika, tienes que escuchar esto —dijo sin preámbulos—. Han asesinado a Genaro Castañeda en Piecaballo, un pueblo tan remoto que ni aparece en los mapas. Está en el norte de España. E intuyo que su asesinato no fue un caso aislado. Está conectado con algo mucho más grande. Los rumores en el Congreso están creciendo. Alguien está moviendo las piezas desde dentro.
Érika se tensó. Había estado tan centrada en el mensaje que había recibido acerca de la muerte de Genaro, que había dejado de lado los rumores de corrupción dentro del Congreso. Pero ahora sabía que todo estaba interrelacionado.
—¿Qué más sabes, Ramón?
—Sergio Cañete Betancourt, un diputado clave, está en el centro de todo. Dicen que tiene acuerdos con empresas extranjeras. Algunos creen que fue él quien orquestó la muerte de Genaro.
El nombre de Sergio Cañete Betancourt resonó en su cabeza. Había oído hablar de él en varias ocasiones: un hombre de gran poder político, con fama de manipular situaciones a su favor con el beneplácito de jueces complacientes. Siempre en las sombras, pero controlando los hilos del poder.
Érika sintió una mezcla de incredulidad y determinación. Si Genaro había muerto por saber demasiado sobre los intereses de Cañete, entonces la verdad detrás de su asesinato era apenas la primera ficha en una cadena peligrosa.
A lo largo de la mañana, Érika se sumergió en la investigación. Descubrió que Cañete no solo tenía vínculos con empresas extranjeras, sino que además impulsaba proyectos de ley que beneficiaban a corporaciones a costa de la clase trabajadora. Pero lo más alarmante era su conexión con jueces de alto rango, presuntamente influenciados para favorecer sus intereses.
Todo apuntaba a un entramado de corrupción sistémica. Genaro Castañeda había sido solo un peón, y Érika ahora estaba dentro del tablero, enfrentando un juego cuyas reglas estaban marcadas por el silencio y el miedo.
Decidió contactar a Felipe Olivares, un juez que había colaborado con Genaro en varias ocasiones. Acordaron reunirse en un café discreto, lejos del bullicio urbano. Felipe, con rostro envejecido por la presión de los años, no tardó en confirmar sus peores temores.
—Sí, Genaro estaba muy cerca de algo que podía destruir a Cañete. Pero no fue el único. Hay más involucrados. Los tentáculos de Cañete se extienden más de lo que imaginas —dijo en voz baja.
Érika comprendió que lo de Genaro no había sido un simple ajuste de cuentas, sino un acto de silenciamiento. Felipe bajó aún más la voz:
—Cañete tiene contactos en todas partes: jueces, políticos, empresarios. Si sigues adelante, estarás jugando con fuego. Pero si decides hacerlo, no estás sola.
Las palabras quedaron flotando en el aire como una advertencia y una promesa. Al salir del café, Érika sintió que la tormenta no solo caía sobre la ciudad, sino sobre ella misma. Pero también supo que, en este juego de poder, la única forma de vencer era siendo más astuta que sus enemigos.
RCJ