El reloj acababa de marcar la medianoche cuando Laura escuchó el susurro seco de un papel deslizándose bajo la puerta. Un sobre rojo, sin remitente, reposaba en el suelo como una herida abierta en medio de la penumbra.
Lo recogió con manos temblorosas. Dentro, una nota escrita a mano con tinta negra:
“Si quieres conocer la verdad, ven al viejo teatro. Medianoche. No faltes.”
La sangre le heló las venas. Nadie más debía saber lo que ocurrió aquella noche, pero alguien lo sabía. Y quería verla.
Con el pulso desbocado y un nudo en el estómago, Laura se echó el abrigo encima y salió a la calle. La ciudad dormía, mojada por una lluvia persistente que dibujaba figuras difusas en los charcos. Cada paso resonaba en la acera como un eco de advertencia.
Cuando llegó al viejo teatro abandonado, la puerta principal estaba entreabierta. El chirrido de las bisagras pareció un lamento cuando la empujó. Dentro, la oscuridad la envolvió con una frialdad espectral.
Una única luz tenue iluminaba el escenario, como si el telón estuviese a punto de levantarse.
Entonces, una voz surgió de las alturas, profunda y cavernosa:
—Creíste haber enterrado el pasado, Laura... pero el pasado siempre encuentra su desenlace.
Laura se quedó inmóvil. El aire era espeso. De pronto, las luces comenzaron a parpadear, y al encenderse por un segundo más, una silueta apareció en el centro del escenario.
Un rostro que no veía desde hace años. Un rostro que creía bajo tierra.
—Raúl... —susurró, incapaz de moverse.
Era él. Vivo. O algo que se le parecía demasiado.
La misma mirada oscura, el mismo gesto cargado de reproche… y la cicatriz que ella misma le había dejado aquella noche en la cabaña, cuando creyó haberle dado muerte.
Retrocedió, aterrada. Pero la puerta a sus espaldas se cerró con un estruendo metálico.
—Dicen que el que a hierro mata, a hierro muere... —dijo Raúl, acercándose lentamente, con una sonrisa torcida—. Pero yo no morí, Laura. Y tú tampoco has olvidado lo que hiciste.
El miedo la inmovilizó. Su mente gritaba, pero su cuerpo no obedecía.
—¿Qué quieres de mí? —logró balbucear.
Raúl no respondió. Solo levantó la mano, y en ella sostenía otro sobre rojo, idéntico al que ella había recibido.
—La verdad tiene un precio —murmuró—. Y esta noche... ha llegado tu turno de pagarlo.
Un estruendo sacudió el teatro. Las luces se apagaron. Un grito cortó la oscuridad, agudo, desgarrador... Luego, el silencio lo devoró todo.
A la mañana siguiente, el teatro seguía cerrado. Nadie lo había visto abrir en años.
Solo un detalle perturbó al barrendero que pasaba por allí a las seis: en medio de la niebla, justo ante la puerta principal, descansaba un sobre rojo, empapado por la lluvia, pero aún intacto.