Capítulo 4: El Último Baile de Julio
La noche de aquel sábado, la discoteca GenCaMar vibraba con la energía de siempre. Las luces de colores danzaban sobre la pista como si celebraran un pacto invisible. El DJ, entregado a su magia, soltaba salsa, vallenato y música del trópico con la precisión de un hechicero del Caribe. La luna llena parecía posar su luz sobre el balneario como un reflector cómplice.
Y entonces, apareció ella.
La Tacona irrumpió como una diosa roja. Vestido ceñido, tacones de aguja, labios de sangre y ese cabello dorado que le cubría las espaldas como una cortina de fuego. Caminó lentamente hasta su mesa de siempre, solitaria, junto al ventanal que daba a la pista de baile.
Los hombres dejaron de hablar. Las mujeres se miraron entre sí con ese desprecio envidioso que nadie se atreve a confesar.
Sus ojos —azules como el mar en calma antes de la tormenta— recorrieron la pista. Y entonces lo vio: Julio, el morenazo más guapo del pueblo. Fornido, alto, de sonrisa encantadora y con una camisa blanca que resaltaba su piel de bronce.
La Tacona lo llamó sin palabras. Julio, como hipnotizado, caminó hacia ella. Bailaron. Bailaron como si el fin del mundo fuera una canción lenta. Nadie osaba interrumpir aquella danza. Parecían flotar, mientras las luces giraban a su alrededor como un torbellino de presagios.
Y, sin embargo, esa noche Julio no murió.
El pueblo, acostumbrado ya a las tragedias inmediatas, durmió inquieto, pero sin sobresaltos. Algunos pensaron que quizás todo había sido una exageración. Que quizá, La Tacona no era la portadora de muerte que todos temían.
Pero al día siguiente, el cuerpo de Julio apareció. Lo encontraron chamuscado en la quebrada que quedaba muy cerca de GenCaMar. Los pies desnudos, los ojos abiertos al cielo, el pecho tostado como carbón. En sus labios había una leve sonrisa, como si hubiese bailado con el mismísimo infierno.
La conmoción fue inmediata. Y las sospechas, también.
Voces del Pueblo:
Manuel (mirando al suelo, nervioso):
—¿Viste lo que pasó con Julio? Ayer estaba tan bien... y ahora…
Carlos (con la mirada fija en el horizonte):
—Sí, lo vi. Pero sabes qué... hay algo raro en todo esto. ¿Cómo es posible que nadie lo haya visto salir de la discoteca? Y después... aparece muerto en la quebrada. Algo no cuadra.
Manuel (con voz temblorosa):
—La Tacona. Esa mujer no es normal. Estuvo bailando con él toda la noche. La gente habla de ella, dice que su mirada... su presencia... tiene algo que mata. ¿Quién más podría ser?
Carlos (mirando alrededor, asegurándose de que nadie los escuche):
—Todo apunta a ella, ¿no? Ayer, cuando entró, el ambiente cambió por completo. Los hombres la miraban como hipnotizados. Pero nadie se atreve a decir nada. El pueblo está aterrorizado… y tú lo sabes.
Manuel (bajando la voz):
—Pero... ¿cómo sabremos si es ella? Nadie la ha visto hacer nada. Y no quiero pensar en eso... Es mejor que sigamos con nuestras vidas. Pero… a este paso, no sé cuánto tiempo podremos vivir en paz.
Y La Tacona, mientras tanto, seguía caminando entre luces y sombras, entre suspiros y temblores, como si nada de esto fuera con ella. Como si nunca hubiese sido parte de la muerte.
Pronto el siguiente episodio...
