Capítulo 5: El Ritual de Fuego
La noticia de la muerte de Julio aún retumbaba en las calles del pueblo como un eco maldito. Las risas en la plaza se apagaron, los jóvenes dejaron de ir a GenCaMar con la misma alegría, y en las esquinas, el nombre de La Tacona se pronunciaba con un escalofrío.
Pero ella volvió.
Al siguiente fin de semana, la Tacona apareció en la discoteca como si nada hubiese pasado. Mismo vestido rojo. Misma mirada de abismo. Misma manera de sentarse sola, como si esperara la señal de una fuerza oculta para iniciar su danza fatal.
Esa noche, entre la multitud que aún se atrevía a desafiar el miedo, había un hombre que no bailaba. Se llamaba Sinisterra, primo de Julio. Venía desde lejos, desde la ciudad, con la rabia clavada en el pecho y el duelo mal digerido. No quitó los ojos de la mujer en toda la noche. La seguía con la mirada, anotaba cada gesto, cada trago, cada risa. No creía en cuentos de brujas, pero su instinto le decía que aquella mujer traía algo más que seducción.
Y entonces ocurrió.
La Tacona lo eligió: Manuel, el mestizo. Fuerte, apuesto, una mezcla perfecta de negro y blanco, cabello rizado como carbón recién encendido. Se cruzaron las miradas y sin decir palabra lo sacó a bailar. Esta vez, la pista quedó vacía. Nadie más se atrevió a moverse. Era una despedida. Una danza final.
Fue ahí cuando todo cambió.
Los tacones de La Tacona comenzaron a chirriar al contacto con el suelo. Un sonido agudo, antinatural. Y luego, fuego. Llamas brotaron de sus pasos, iluminando la pista con un resplandor infernal. La música seguía, pero ya nadie bailaba. Solo ellos dos: ella, fuego vivo; él, un hombre atrapado en una danza mortal.
Sinisterra, alerta, sacó un pañuelo y se cubrió la nariz y la boca. Sabía que lo que venía no era de este mundo. Observó cada detalle, no parpadeó.
Y entonces desaparecieron.
Nadie vio cuándo ni cómo La Tacona se llevó a Manuel. Pero Sinisterra los siguió. Salieron por la parte trasera de la discoteca y caminaron hasta la quebrada, la misma donde Julio fue hallado.
Allí, oculto entre los árboles, Sinisterra fue testigo de lo inimaginable:
La Tacona yacía con el mestizo. Se entregaban entre gemidos y sombras. Y en el clímax del acto, su cuerpo comenzó a transmutarse: la mitad de su rostro se convirtió en calavera, su piel en un mosaico de carne y hueso, de belleza y muerte. Sobre ella, el cuerpo de Manuel comenzó a chamuscarse. Se deshacía, se carbonizaba en un fuego invisible, mientras ella lamía su cuerpo con una lengua larga como serpiente. Y en cada lamida, ella rejuvenecía, se reconstruía, como si se alimentara del alma de sus víctimas.
La Tacona lo supo. Supo que alguien la observaba. Giró la cabeza y miró hacia el bosque. No dijo nada. No hizo nada. Pero Sinisterra lo entendió: había cruzado un umbral del que ya no podía volver.
Y sin embargo, no murió.
Desde aquella noche, La Tacona nunca más volvió a GenCaMar. Nadie más apareció chamuscado en la quebrada. Nadie más la vio danzar.
Pero Sinisterra jamás volvió a hablar del tema. Se fue del pueblo. Cambió su nombre. A veces, cuando tomaba demasiado, decía en voz baja que el fuego tiene rostro de mujer. Que hay cuerpos que no se bailan. Que hay amores que huelen a ceniza.
Y todos sabían que hablaba de ella.
....Espera el siguiente caìtulo