La ARMH entrega los restos de represaliados de Casares y Busdongo
La montaña que aún llora: trece vidas exhumadas y un país que sigue buscando justicia
“Aunque el otoño de la historia cubra vuestras tumbas con el aparente polvo del olvido, jamás renunciaremos ni al más viejo de nuestros sueños.” – Miguel Hernández
En Casares de Arbas y Villamanín, las piedras no olvidan. Tampoco lo hace la tierra removida, que devuelve fragmentos de historia como si tuviera memoria propia. Este fin de semana, trece víctimas del franquismo regresaron —por fin— a los suyos. No con nombres completos todos, no con justicia plena, pero sí con dignidad. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) hizo posible lo que el Estado aún posterga: identificar, exhumar y entregar.
La noticia, recogida por Diario de León, no habla solo de cuerpos. Habla de heridas. De Manuel, de Elías, de Pedro, de Sergio, de Laurentino, de Lisardo. De Manuel Febrero Rodríguez, que tenía apenas 14 años cuando lo mataron por girarse tras los disparos y gritar: “¡A mi hermano, a mi hermano no!”. Les mataron a los dos. Eran jornaleros, ferroviarios, anarquistas, militantes del pan compartido. Y durante 87 años yacieron ocultos en las entrañas de Aralla de Luna, a más de 1.500 metros de altitud, mientras la historia oficial callaba.
“Fueron asesinados por no renunciar a un mundo mejor, más libertario y más repartido”, dijo Marco González, vicepresidente de la ARMH, en un acto donde no se leyeron discursos políticos, sino nombres. Donde no se hizo propaganda, sino memoria. Porque hay pueblos, como Casares, que parecen llevar la represión tatuada en sus cimientos: de 200 habitantes, más de 80 fueron detenidos, decenas fusilados, otros se echaron al monte. Las cunetas lo recuerdan. Y lo recuerdan también los hijos de las mujeres que fueron torturadas, violadas, encarceladas por ser hijas, hermanas o esposas de “rojos”.
Nieves, por ejemplo, mamó en una celda. Su madre estaba presa en San Marcos, y a la pequeña la usaban de cebo para que su padre, escondido, bajara al pueblo: “Me ponían en el prado por la noche para que me oyera llorar”. María Febrero, otra niña de 14 años, se negó a cantar para los falangistas. Le pusieron una pistola en la sien. Su respuesta fue la de quien no se doblega: “¡Mátame!”
Los restos de los siete primeros fueron enterrados en Villamanín. Los otros seis, en Casares. Los ataúdes eran pequeños, humildes. Pero el gesto era inmenso. Porque no es solo recuperar huesos: es devolver la humanidad que les fue arrancada.
VOCES QUE RESISTEN
“Nada se adelanta con el rencor”, dijo el nieto de uno de los asesinados. Y tiene razón. Pero tampoco se construye memoria con silencio. Ni se sana una democracia sobre el olvido. Cada fosa abierta es un acto de resistencia. Cada cuerpo hallado, un latido más fuerte que el miedo. Mientras aún haya desaparecidos, mientras queden madres sin tumba y nietos sin nombre, la historia seguirá siendo una deuda. Y el futuro, una tarea pendiente.
RCJ