El miedo organizado: Solanda, la trinchera invisible del Ecuador que sangra
Agentes de policía inspeccionan a una persona en un puesto de control, en medio de la actual ola de violencia en todo el país, en Guayaquil, Ecuador. (Reuters/Ivan Alvarado)
«El valor no es la ausencia del miedo, sino el juicio de que hay algo más importante que el miedo.» – Ambrose Redmoon
En el corazón de Quito, al sur, Solanda solía ser un bullicioso pulmón comercial, donde la vida se prolongaba hasta la madrugada entre persianas metálicas y voces callejeras. Hoy, ese pulso se detiene antes de tiempo. Las persianas bajan antes del crepúsculo. Algunas, quizás, no volverán a subir. En este 2025, donde el Ecuador vive sus días más oscuros desde que el crimen se institucionalizó como método, Solanda se ha convertido en símbolo de la resistencia civil y también del abandono estatal.
La calle “la J”, arteria vital de la parroquia, es ahora una franja fantasma. Donde antes se vendía ropa, electrodomésticos, frutas o pan, hoy reina un silencio nervioso. En lo que va del año, al menos nueve personas han sido asesinadas en sus esquinas. Rosario López, vecina y líder barrial, lo resume con una frase que hiela: “El miedo nos está ganando”.
Isabel Vargas, otra líder comunitaria, camina con desconfianza por los callejones donde los vecinos han empezado a levantar puertas metálicas y sistemas de alarmas pagados de su propio bolsillo. “A tres pasos de la policía, hay muertes violentas”, señala. La dotación: seis agentes por turno para 140.000 habitantes. Una de las víctimas fue acribillada frente a la comisaría. La desprotección es tan absurda que roza lo cínico.
El periodista Héctor Estepa, desde El Confidencial, lo documenta con crudeza: Solanda no es un caso aislado, sino una réplica amarga del país que se desmorona. En apenas dos meses, Ecuador ha registrado 1.529 asesinatos, un 40% más que en el mismo periodo de 2023. El espejismo de control que ofreció el presidente Daniel Noboa tras declarar el “conflicto armado interno” y sacar a los militares a las calles se desvaneció en cuestión de semanas. El estado de excepción, decretado con solemnidad, ha pasado a ser rutina.
Isabel lo denuncia sin matices: “El Gobierno subió el IVA del 12 al 15% para combatir la delincuencia, pero no hay más policías, ni más herramientas. Estamos igual… o peor”. Su voto fue nulo. No cree en Noboa ni en Luisa González, la candidata correísta. Solo cree en lo que puede hacer junto a sus vecinos. Poner rejas, alertar por WhatsApp, cerrar temprano, enseñar a los niños a caminar sin mirar atrás.
Ecuador ha caído en la trampa de los cárteles, convertido en corredor de cocaína hacia Estados Unidos desde que Colombia y Perú —los mayores productores del mundo— delegaron parte de sus rutas. La violencia encontró aquí un terreno fértil: desigualdad, instituciones débiles, y ahora, una ciudadanía asediada que ha aprendido a desconfiar incluso de su sombra.
Solanda es apenas un punto en el mapa. Pero representa a millones. A cada madre que sale a comprar leche con miedo de no regresar. A cada comerciante que prefiere perder ventas antes que su vida. A cada comunidad que tuvo que aprender a autodefenderse sin armas, sin recursos, solo con la dignidad de los que no se rinden.
VOCES QUE RESISTEN
“No podemos combatir la oscuridad con oscuridad, solo la luz puede hacerlo”, decía Martin Luther King. Y esa luz, hoy, no proviene del Estado ni de sus discursos inflamados, sino de esos vecinos anónimos que encienden velas en medio de la tiniebla. Solanda se protege sola. Pero en esa soledad hay un clamor que retumba en todo Ecuador: no queremos convertirnos en estadística. Queremos vivir.
—RCJ