Gaza: Morir sin morir. Vivir sin vida
"Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena". — Mahatma Gandhi
Ciudad de Gaza. Abril 2025. En un rincón del mundo donde cada segundo es un intento de supervivencia, el alma de un pueblo resiste entre escombros, hambre y fuego. Ahmad Qattawi, desde su teléfono en Gaza, lo resume sin rodeos: “Puede que sobrevivamos, pero nuestras almas murieron hace mucho tiempo”.
Han pasado casi 19 meses desde que estalló la guerra. Y mientras el mundo gira, Gaza se apaga. No por falta de voluntad, sino por un bloqueo que ha convertido la vida cotidiana en un acto de resistencia agónica. Desde hace dos meses, Israel ha bloqueado por completo el ingreso de suministros humanitarios y comerciales. Y al mismo tiempo, los bombardeos no cesan. Las explosiones marcan el compás de la desesperación.
Las cifras se diluyen frente al hambre que se palpa: un kilo de tomates a 30 shekels (más de 7 euros), cuando antes costaban entre 1 y 3. El azúcar se ha convertido en artículo de lujo: 60 shekels por kilo. Las panaderías, sostenidas por el Programa Mundial de Alimentos (PMA), han cerrado todas: la harina se acabó, el combustible también. Así lo ha confirmado el propio organismo de Naciones Unidas.
“Comemos frugalmente, lo mínimo que podemos”, dice Qattawi. Cocinar es un lujo: se quema lo que se encuentra —ropa, zapatos— porque no hay leña, no hay gas. Las estufas improvisadas no calientan el alma, pero al menos hierven un poco de agua. Gaza es eso hoy: un lugar donde la gente busca comida en la basura mientras la artillería cae del cielo.
Amjad Shawa, director de la Red de ONG Palestinas, lo resume con una voz quebrada al otro lado del teléfono: “Nunca, en la historia de Gaza, hemos vivido algo así”. No hay lugar seguro. Ni siquiera los refugios improvisados escapan a los ataques. “Todos se mueren de hambre. Nosotros también. Incluso, no sé qué comeré hoy”, dice sin dramatismo, solo constatando lo evidente.
Las imágenes que no salen en los noticieros —ni siquiera en horario tardío— son las de madres derrumbadas frente a hijos con fiebre y sin medicamentos, abuelos que caminan kilómetros por una botella de agua, y niños que aprendieron a distinguir el tipo de misil por el sonido.
La OCHA, el brazo humanitario de la ONU, ha advertido: el sistema de salud está colapsando. No hay vacunas. No hay antibióticos. No hay agujas. Ni electricidad para mantener viva una incubadora. El PMA lo confirmó esta semana: no queda nada para repartir. Y la comunidad internacional guarda un silencio tan atronador como los propios bombardeos.
“Hacemos todo lo posible por brindar algo de esperanza”, lamenta Shawa, que además de ser activista es vecino, padre, hermano. “Pero nos sentimos atados de pies y manos. No tenemos nada que dar. Somos parte de esta tragedia”.
Mahmoud Hassouna, desplazado desde 2023, vive en Jan Yunis con una sola prioridad: proteger a los suyos del hambre, del miedo, del olvido. “No queda casi nada. Sólo el miedo constante. Dormimos con él, nos despertamos con él”.
Voces que resisten
“Si callamos ante el horror, somos cómplices del verdugo”. — RCJ
¿Cuánto vale un kilo de dignidad en Gaza? ¿Qué precio tiene una madre que ofrece su última galleta a un hijo moribundo? ¿Cuánto dura el silencio internacional antes de pudrirse del todo? Gaza no está sólo muriendo: Gaza está siendo condenada al olvido activo de los poderosos y al mutismo cobarde de los tibios. Pero aún entre ruinas, hay palabras que se niegan a morir. Estas palabras, estas voces, son las que resisten.
RCJ